lunes, 28 de septiembre de 2009

LAS EMOCIONES Y LA DOCTRINA CRISTIANA

LAS EMOCIONES Y LA DOCTRINA CRISTIANA
Robert C. Roberts•
Las emociones son un medio esencial para integrar doctrina en la vida. Entender qué son y cómo se forman puede contribuir a la madurez espiritual. En los últimos 30 años la psicología y la ética han reconocido la relevancia de las emociones. Han brotado propuestas muy diferentes sobre qué son, cada una reflejando los intereses de la disciplina que la hace. Un entendimiento cristiano de las emociones parte de lo que el Nuevo Testamento dice de ellas: son moralmente importantes, pueden ser mandadas y pueden ser formadas por reflexión sobre el evangelio. Las emociones son maneras de percibir cómo situaciones de la vida afectan nuestros intereses. El que no ve cómo el evangelio afecta sus intereses no dará fruto del evangelio. Una de las manifestaciones de la integración emocional del evangelio es el gozo como reacción a la persecución.

• Profesor de Ética en la Universidad de Baylor, Waco, Texas. Este artículo es una traducción, por el mismo autor, del primer capítulo de Robert C. Roberts, Spiritual Emotions: A Psychology of Christian Virtues (Grand Rapids: William B. Eerdmans Publishing Company, 2007). Primera publicación en español en Kairós n° 41, 2007. Se publica aquí con autorización.


EN BÚSQUEDA DE UNA IGLESIA
En 1984 mi esposa Elizabeth y yo, con nuestros tres pequeños hijos, nos mudamos a una nueva ciudad y empezamos a buscar una iglesia donde congregarnos. Elizabeth había crecido en la Iglesia Reformada Cristiana, una denominación con raíces holandesas, y yo en la iglesia presbiteriana. Como habíamos sido presbiterianos donde vivíamos anteriormente, visitamos una congregación presbiteriana. En el nuevo lugar, a diferencia del anterior, había un par de iglesias cristianas reformadas, y, por lo tanto, las incluimos en nuestra búsqueda.
Una de ellas era casi una caricatura de la Iglesia Cristiana Reformada: el culto parecía consistir en recibir explicaciones. Mientras la congregación se mantenía pasivamente sentada, los Diez Mandamientos fueron leídos con un poco de explicación, un pasaje del Catecismo de Heidelberg fue leído y explicado, se dio lectura a algunos pasajes de la Escritura, y el sermón los explicó. No quiero dar la impresión de que el culto haya consistido solamente de explicaciones, porque cantamos algunos himnos y aun nos pusimos de pie para hacerlo. Sin embargo, antes de cada himno, el pastor dio una breve explicación de la letra. Como profesor de filosofía, asisto a menudo a conferencias (y las doy también), y no me atraía la idea de que el domingo por la mañana fuera como cualquier otro día de la semana.
Si la memoria no me engaña, fue inmediatamente después de esta última experiencia que nuestros vecinos nos invitaron a asistir a su iglesia episcopal. Siendo tan promiscuos denominacionalmente como la mayoría de los protestantes, estuvimos dispuestos a aceptar.
En algunos aspectos esa iglesia era anglo-católica y en otros, evangélica y carismática. La congregación recibía poca explicación de textos, aunque había una abundancia de textos muy ricos en teología: cuatro lecciones de la Escritura, maravillosas oraciones de acción de gracias y confesión, el Símbolo de Nicea y la liturgia, que hacía repaso de toda la historia de la salvación. Los sermones podrían haber sido una fuente de instrucción, pero eran muy breves y no muy definidos. Los miembros de la congregación participaban con acciones físicas: poniéndose de rodillas para orar, persignándose, ingresando y egresando en procesión, haciendo reverencias frente al altar, caminando a la baranda para recibir el cuerpo y la sangre del Señor, extendiendo la mano para tomar el pan y el vino y, en el caso de los que tenían inclinaciones carismáticas, levantando las manos en adoración y a veces expresando afirmaciones en voz baja. El clero se vestía de los colores del calendario eclesiástico. Con el pasar de los meses, descubrimos que el templo se llenaba de vez en cuando con el olor del incienso, y después de varios meses el nuevo director del coro introdujo motetes en latín, y la música era excelente. Así nos volvimos episcopales.
A pocas cuadras de nuestra casa había una iglesia bautista que visité algún tiempo después. Dije a un diácono que yo era visitante, y él me dio la bienvenida y me indicó dónde sentarme. El culto fue tan “litúrgico” como el episcopal, pero de manera bastante distinta. Poco de la liturgia estaba escrita (no había libro de oraciones), aunque parecía seguir un orden establecido de alguna manera. No se leyeron tantos textos como en las otras dos iglesias. Después de algún tiempo el coro, que incluía la mitad de la congregación, entró bailando y cantando, y esto pareció encender un fuego en los otros asistentes. Algunos de ellos gritaban palabras de alabanza, algunos cantaban con el coro, y otros se pusieron de pie y se mecían de un lado al otro con la música. El pastor predicó muchísimo más tiempo que el sacerdote episcopal, y no tuvo pelos en la lengua para decir a los congregados cómo deben vivir. Durante el sermón, la gente gemía y cantaba oraciones. Cuando el animado predicador decía algo especialmente impresionante, la congregación le gritaba palabras de aliento o daba gracias a Dios por lo que acababa de decir, y esto parecía animarlo aún más. Cada ladrillo de los muros parecía resonar con una intensidad espiritual de gozo, gratitud y esperanza.
Una pregunta que presentan los tres estilos de culto es cómo integrar el cristianismo en la vida de los creyentes, cómo facilitar que se vuelvan más espirituales. Las tres iglesias son descendientes de los apóstoles, y cada una tiene su propia manera de incorporar la tradición apostólica en la vida de quienes conforman la congregación.
En la iglesia reformada, el método principal parece ser la instrucción: hacer que el creyente sepa lo que cree, que comprenda y pueda articular en detalle la doctrina cristiana. Según esta iglesia, la doctrina debe ser digerida por los creyentes, y no solamente existir “afuera” en la tradición, en la liturgia escrita, o en la Biblia; cada miembro de la iglesia debe saberla y comprenderla lo mejor posible.
En la iglesia episcopal, la generación de la espiritualidad en el culto parece proceder primordialmente de la lectura –de la Biblia y del libro de liturgia– en el contexto de una dramatización sensorial. La tradición apostólica está ahí en toda su gloria –en los libros. Cada domingo, mucho más de esa tradición es expresada y oída –es decir, leída del libro– que en el servicio bautista que he mencionado. Pero de explicación hay muy poco. A menudo el sermón no se usa para dar instrucción doctrinal clara, y relativamente poco esfuerzo se gasta explícitamente para hacer que los creyentes entiendan lo que creen. En algunas congregaciones, aunque no en aquella a la cual nos unimos, la enseñanza cristiana, como enseñanza, se considera vergonzosa o una insensatez: las doctrinas no se creen, sino que de alguna manera su “espíritu” se experimenta a través la liturgia.
¿Cómo, entonces, entra la tradición apostólica en la vida de los creyentes en la iglesia episcopal? Mediante el drama palpable, con todo y escenario. El creyente encarna la tradición en sus gestos, por la inmersión en los sonidos y olores, por la belleza del santuario, del enmaderamiento, de los vidrios y de la vestimenta; los elementos rituales y estéticos asociados con la tradición antigua evocan una especie de nostalgia histórica. En este caso, la espiritualidad es principalmente asunto de la sensación o del ambiente en vez de la emoción. O, se podría decir, la emoción experimentada no es precisamente la de uno mismo, sino la de la Iglesia (siendo ella la institución histórica completa). Casi se podría decir que se trata de la espiritualidad por teatro.
En contraste, en la iglesia bautista que visité el modo de incorporación espiritual parece ser la emoción. Los líderes enseñan que Jesucristo es el Señor y el Salvador (sin muchos pormenores teológicos) y todos se emocionan por esto. Lloran por sus pecados y se alegran de su salvación.
A continuación reflexionaremos sobre el papel de la emoción en la espiritualidad cristiana, y voy a argumentar que los sentimientos son un medio esencial de la incorporación de la doctrina cristiana en la vida del creyente. No voy a abogar por una denominación o estilo de culto en particular como el mejor para cultivar las emociones espirituales en los cristianos; claramente, esto puede suceder en cualquier denominación, y puede no suceder en cualquier denominación (incluyendo las “emocionales”). Espero que, a través de una consideración de qué son las emociones, cómo se forman y la naturaleza de emociones espirituales particulares como el gozo, la contrición, la esperanza, la gratitud, la compasión y la paz, podamos todos llegar a ser cristianos más fieles, cuya influencia en la vida de otros sea cada vez más positiva.

TRES REVOLUCIONES RECIENTES
En los últimos 25 o 30 años, tres revoluciones han estremecido las disciplinas de la psicología y la ética. Una de ellas es que la ética se ha vuelto psicológica. En el siglo XIX y durante la mayor parte del siglo XX, la ética era la ciencia de las normas de acción moral. Trataba de las obligaciones, los permisos y las prohibiciones, y los filósofos discutían teorías acerca de cuál es la base o el fundamento de las normas éticas. Luego en 1958 la filósofa cristiana Elizabeth Anscombe publicó uno de los ensayos filosóficos más influyentes del siglo XX, “Modern Moral Philosophy”1 (“La filosofía moral moderna”), en el cual señaló que el único legítimo fundamento de las normas de obligación es el Dios que da mandamientos, y en esos días muy pocos filósofos creían en Dios. De modo que, cuando los filósofos preguntaban acerca de la base de las normas éticas, hacían una pregunta para la cual habían excluido de antemano la única respuesta razonable. Para ellos, toda la discusión de la ética como normas de acción era un callejón sin salida. Ella propuso que, en vez de buscar la base de las normas de acción, deberían reflexionar sobre las virtudes como lo hacían los filósofos antiguos como Platón y Aristóteles –cualidades como la justicia, la liberalidad, la veracidad y la compasión, que hacen de una persona un buen ejemplar de la raza humana.
Esa semilla tardó algunos años para germinar, pero en 1981 Alasdair MacIntyre publicó After Virtue2 (Tras la virtud), uno de los más famosos libros de filosofía del siglo XX, haciendo un llamado a volver a las virtudes como un camino para superar los desacuerdos éticos interminables que plagan las sociedades modernas. El libro de MacIntyre inició un renacimiento de pensamiento sobre las virtudes.
1 Philosophy 33 (1958), pp. 1-19.
2 After Virtue: A Study in Moral Theory, tercera edición, University of Notre Dame Press, 2007

Pero las virtudes son cualidades de carácter, y las cualidades de carácter son un tema para la psicología. Entonces, la ética ha tomado un giro psicológico, y ahora los filósofos se involucran regularmente en una disciplina que llaman “psicología moral”, que es la reflexión sobre las cualidades, motivaciones, emociones, entendimiento y discernimiento éticos.
Una segunda y complementaria revolución es que la psicología se ha vuelto ética. En el pasado reciente los psicólogos profesionales se ufanaban de que la psicología (terapéutica y experimental) era “libre de valores”, es decir, moralmente neutral. Sin embargo, todas las clases de psicología, sea la clínica, la neurocientífica o la teoría de personalidad, siempre trabajan con algún concepto de lo “normal” o lo “sano”, y entre más nos alejamos de las funciones puramente físicas, más controvertidos se vuelven estos conceptos. Es decir, se vuelven menos asunto de la ciencia pura, y más cuestión de la cosmovisión –más como la ética, especialmente si la ética se concibe como estudio de las virtudes. El psicólogo clínico quiere ayudar a la gente a funcionar bien (o mejor); el neurocientífico tiene que tener alguna idea del funcionamiento apropiado del cerebro; el teórico de la personalidad necesita distinguir las buenas cualidades (las maduras y saludables) de las malas (las disfuncionales y las que no se han desarrollado adecuadamente). El concepto de virtudes, que ahora domina el estudio de la ética, es precisamente el concepto de cualidades de personas que funcionan apropiadamente, es decir, personas buenas y sanas.
A medida que los psicólogos dejaban atrás el mito positivista de la investigación libre de valores, tanto más reconocían que practican una disciplina normativa –es decir, que son, en un sentido, filósofos de la vida, filósofos de la persona, y así éticos de un modo similar a los filósofos de las virtudes. Martin Seligman, antiguo presidente de la American Psychological Association, ha estado en la vanguardia de un movimiento de “psicología positiva”, que trata de las virtudes y los aspectos positivos del carácter, a diferencia de la “psicología negativa”, que se enfoca en las múltiples patologías y disfunciones psicológicas. Él y un colega han producido un manual grueso, Character Strengths and Virtues: A Handbook and Classification (Las fortalezas de carácter y las virtudes: Un manual y una clasificación),3 que presentan como la contraparte positiva del Diagnostic and Statistical Manual (DSM) de la American Psychiatric Association.4
La tercera revolución es que tanto la psicología como la ética se han vuelto emocionales. Más o menos en el mismo período en que las otras dos revoluciones ya mencionadas se estaban fomentando, las emociones llegaron a ser objeto de investigación intensa en varias disciplinas. Los antropólogos han puesto atención a las emociones de culturas exóticas (Rosaldo, 1980; Lutz, 1984). Algunos neurocientíficos se han hecho especialistas en las emociones (Damasio, 1994; LeDoux, 1998; Newberg y D’Aquili, 2001), así como algunos psicólogos (Frijda, 1986; Oatley, 1992; Lazarus, 1991), historiadores (Corrigan, 2002; Pinch, 1996; Spacks, 1995; Dixon, 2003) y filósofos (Solomon, 1976, 2003; Nussbaum, 1994, 2001; Griffiths, 1997; Roberts, 2003). Varios filósofos de las emociones, incluyéndome a mí, se han interesado en ellas debido en gran parte a su engarce con la ética: constituyen un tema importante de la psicología moral.
4 Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders DSM-IV-TR, Fourth Edition, (American Psychiatric Publishing, Inc., 2000

De estas discusiones ha brotado una variedad de propuestas en cuanto a qué son las emociones, cada una expresando invariablemente los intereses y compromisos particulares de la disciplina que la hace. Los antropólogos tienden a pensar que las emociones son modos culturalmente construidos de interacción y dominio social. Por ejemplo, el temor podría ser un modo de mostrar a otros que eres una persona mansa, no amenazadora (Lutz, 1988). Los neurocientíficos tienden a pensar que las emociones son procesos neurológicos. Para ellos el temor podría ser un juego de acontecimientos electro-químicos en el núcleo central de la amígdala, excitados por actividad en los tálamos y la corteza visuales y auditorios, y causando, a su vez, reacciones en el sistema nervioso periférico, y así tensión de los músculos, cambios circulatorios y cambios en el estado de la piel (LeDoux, 1998). Algunos psicólogos consideran que las emociones son una conciencia de sensaciones corporales que se asocian con conductas emocionales (véase la famosa teoría de William James, 1950 y la de su discípulo Antonio Damasio, 1994). Así el temor podría ser la sensación de la pulsación del corazón cuando una persona ve que se le acerca un puma. Los psicólogos evolucionistas tienden a concebir las emociones como estrategias de adaptación evolutiva (Griffiths, 1997; LeDoux, 1998). Por ejemplo, el temor se podría entender como una adaptación protectora a los hábitats donde hay animales de presa. De manera similar, un psicólogo (Frijda, 1986) explica las emociones como tendencias a actuar de determinada manera; por ejemplo, el temor es una tendencia a emitir comportamiento de evitar peligros. Finalmente, algunos filósofos, como Robert Solomon (1976) y Martha Nussbaum (2001), evocando a los estoicos de antaño, han propuesto que las emociones son juicios. Por ejemplo, el temor es un juicio en cuanto a que un peligro significativo está cerca.

UN ENTENDIMIENTO CRISTIANO DE LA EMOCIÓN
Este texto versa sobre la espiritualidad y la emoción. Por eso, trata de la ética cristiana y la psicología cristiana, y su tesis es que esa iglesia bautista que visité seguía el rumbo correcto para incorporar la doctrina cristiana a la vida del creyente. Las virtudes cristianas son, en gran parte, asunto de estar dispuesto a la alegría, contrición, gratitud, esperanza, piedad y paz propiamente cristianas. El cristiano espiritual es el cristiano maduro, y el cristiano maduro es uno que siente estas emociones de la manera cristiana. Es “emocionalmente maduro”, porque la doctrina cristiana ha formado su corazón y, así, lo ha dispuesto a conducta característica del reino de Dios.
Si buscamos en el Nuevo Testamento un concepto que corresponda a nuestro concepto moderno de las emociones, no lo encontramos. Ninguna de las palabras que inicialmente podríamos pensar que funcionarían así –por ejemplo pathos o epithumía– expresa en realidad un concepto análogo. Entonces, tendremos que considerar lo que el Nuevo Testamento dice sobre lo que nosotros llamaríamos emociones –gozo, gratitud, enojo, temor, esperanza, paz– y después formular un concepto que corresponda a ellas.
En el Nuevo Testamento, los estados mentales que llamamos emociones parecen tener las cualidades siguientes.
1) Son moralmente importantes. Experimentar la correcta alegría, esperanza, compasión, etc. es una marca de la persona santificada, convertida, transformada. Las emociones sentidas y expresadas son indicios de la condición espiritual.
2) Las emociones pueden ser mandadas. Pablo puede mandar el gozo (1 Ts. 5:16), no solamente como expresión verbal, sino como actitud del corazón, y dice: “Alégrense siempre en el Señor. Repito: ¡Alégrense!” (Fil. 4:4).
3) Las emociones pueden ser formadas, determinadas en su naturaleza interna, por los conceptos y la narrativa de la gracia. Las emociones que son normativas para la espiritualidad cristiana son teológicas, basadas en la doctrina.
Entonces, una psicología cristiana de las emociones tendrá que tomar en cuenta estas cualidades, y preferiblemente mostrará cómo las emociones pueden tenerlas. A continuación esbozaré un concepto de la emoción que parece hacer exactamente eso.

IMPORTANCIA ESPIRITUAL DE LAS EMOCIONES
Entre las virtudes que constituyen el carácter cristiano maduro, algunas llevan nombres de emociones: gratitud, esperanza, paz, gozo, contrición y compasión. Otras virtudes, como la paciencia, la perseverancia, la valentía y el dominio propio, claramente no son emociones (tal vez se pueden llamar “fortalezas”); y el amor (sea el amor a Dios o al prójimo) es un caso especial que trataré más adelante. La humildad es aún otra clase de virtud, y parece ser una disposición a no experimentar ciertas emociones, como la envidia y el orgullo envidioso. Las virtudes que son emociones son centrales entre las cualidades de la personalidad cristiana que el apóstol Pablo llama el fruto del Espíritu Santo, y nos concentraremos en ellas.
Invito al lector a meditar conmigo sobre las emociones, con el afán de crecer espiritualmente. Pensar acerca de las emociones espirituales nos puede ayudar a ser más espirituales en nuestra vida emocional. Pero, ¿es congruente con el concepto del fruto del Espíritu Santo mi esperanza de que la reflexión fomente crecimiento espiritual? Si estas emociones resultan simplemente de la operación directa del Espíritu Santo, cuando Dios se adueña de la personalidad del creyente, parece que no hay nada que nosotros podamos hacer para cultivarlas. Son sobrenaturales, y si las deseamos, simplemente tenemos que esperar, aguardando que Dios actúe.
En el Nuevo Testamento, el Espíritu Santo normalmente obra en conjunto con la predicación del evangelio de la redención de pecadores mediante la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. Estas buenas noticias tienen doble papel: son la noticia de que Dios ha reconciliado al mundo a sí mismo (es decir, es información sobre lo que Dios ha llevado a cabo en Cristo), y al mismo tiempo son un instrumento por el cual la reconciliación se realiza, de una manera pequeña y anticipada, en las comunidades e individuos que la oyen y aceptan. Como resultado de esa reconciliación la gente se vuelve obediente; agradecida; en paz consigo misma, con Dios y con sus prójimos; y llena de esperanza, gozo en el Señor y amor para con sus hermanos y hermanas. Tan grande es el papel de la predicación y recepción del evangelio en esta transformación que podríamos llamar estas cualidades “fruto del evangelio”. Pero si lo hiciéramos, ellas serían a la vez fruto del Espíritu de Dios, pues la obra de reconciliación en la cual participan es obra de Dios en su pueblo.
Si el fruto del Espíritu Santo está relacionado con el contenido del evangelio de esta manera, entonces la reflexión asume una importancia evidente. Primero, el evangelio, como noticia, puede ser objeto de reflexión y meditación; de hecho, es difícil imaginarse cómo puede ser sembrado en la gente fructíferamente si no es reflexionado. Estaremos haciendo reflexión de este tipo en el transcurso de estas páginas.
Segundo, más allá de una meditación en el evangelio, el que quiere desarrollar una espiritualidad más profunda tal vez halla ayuda en un esclarecimiento de qué son las emociones y cómo funcionan en nuestra vida. Las emociones de la vida cristiana no son fenómenos inescrutables producidos por Dios de forma misteriosa, tan inaccesibles a nuestro entendimiento como el origen del universo. Son, al fin y al cabo, emociones, y por eso, la reflexión sobre la naturaleza de las emociones puede conducirnos a un tipo de conocimiento de nosotros mismos que podemos aplicar, de varias maneras, a la tarea de volvernos cristianos más espirituales.

LAS EMOCIONES COMO PERCEPCIONES INTERESADAS
Si emociones como el gozo, la esperanza, la gratitud y la compasión pueden ser fruto del Espíritu Santo, tienen que ser fenómenos espirituales. Suponer, como algunos especialistas, que las emociones son procesos o estados neurológicos –sucesos electro-químicos en el cerebro y otras partes del sistema nervioso– no se adecua a su naturaleza espiritual. Podemos decir lo mismo de la teoría de que las emociones consisten fundamentalmente en la conciencia que el sujeto tiene de varios estados de su cuerpo. Si bien las emociones son, muchas veces, disposiciones a actuar, como sostiene Nico Frijda –por ejemplo, la compasión genuina es una disposición a ayudar a alguien que sufre–, decir que este es el aspecto central de las emociones tampoco parece adecuarse al concepto cristiano de su importancia. A nosotros parecen ser más como actitudes, orientaciones del corazón hacia situaciones de la vida, como cuando dice el Señor: “Dónde esté tu riqueza, allí estará también tu corazón” (Mt. 6:21 NVI). El psicólogo cristiano no tiene por qué negar que las emociones tengan correlativos neurológicos, ni que involucren frecuentemente sensaciones corporales, ni que a menudo resultan en acciones, pero ninguno de estos aspectos puede ser el distintivo central, fundamental o prominente de las emociones según una psicología cristiana.
He propuesto que las emociones son percepciones interesadas5 (Roberts, 2003), y considero que esta propuesta es un ejemplo de psicología cristiana. Decir que son percepciones interesadas es decir que son estados en que el sujeto comprende, en una especie de percepción inmediata, un significado de su situación. Son interpretativas en un sentido amplio y general: dos sujetos con poderes igualmente agudos de percepción sensorial e intelección pueden ver la misma situación de maneras muy diferentes, experimentando emociones totalmente distintas frente a ella. Como percepciones interpretativas, las emociones pueden estar en lo correcto o lo incorrecto con respecto a una situación. Y son motivacionales. Como interesadas, son determinadas por lo que le preocupa al sujeto, lo que le importa, y muchas emociones tienden a mover al sujeto a la acción de una manera indicada por el interés que constituye la base de la emoción, juntamente con la manera particular de interpretar la situación involucrada.
5 Robert C. Roberts, Emotions: An Essay in Aid of Moral Psychology (Cambridge: Cambridge University Press, 2007).

Podemos ilustrar estas ideas básicas con un ejemplo sencillo. Consideremos a Enrique, el jardinero, y su reacción a la predicción de granizo por parte de la meteorologista. Está nervioso. ¿Por qué? Porque recientemente le han brotado plantas de tomate, y ve la situación como peligrosa para ellas. Sin embargo, esta explicación todavía queda incompleta; el brote de las plantas y su percepción de la situación como peligrosa para ellas explicarán el nerviosismo de Enrique solamente si le importa el bienestar de las plantas. Si no fuera jardinero concienzudo, sino que trabajara solamente por el pago, posiblemente no le importaría un comino qué pasara a las plantas. En tal caso, Enrique no estaría nervioso ante la venida de la tormenta –por lo menos, no por causa de las plantas. Entonces, su nerviosismo se basa en su preocupación por las plantas. Si la tormenta se disipa, también se disipará su nerviosismo; se cambiará probablemente en un gozoso sentido de alivio. Y esta emoción se basará en el mismo interés que la otra, es decir, la preocupación por el bienestar de sus plantas. Y si el nerviosismo persiste, el interés que lo motiva probablemente moverá a Enrique a la acción: hará lo que pueda para escudar a sus plantas del granizo.
De modo que el interés de Enrique es una disposición a experimentar emociones. No es en sí una emoción, sino una disposición a una variedad de ellas. ¿Qué determina cuál emoción surgirá en el corazón de Enrique? Todo depende de la interpretación que Enrique da a las circunstancias que afectan su interés. Si la meteorologista pronostica granizo, Enrique verá sus plantas como amenazadas, y su emoción será nerviosismo, temor, ansiedad o algo parecido. Si la tormenta pasa, verá que sus plantas están a salvo y sentirá alivio. Si piensa que un agente responsable concientemente está haciendo daño a sus plantas (si, por ejemplo, el joven que vive a la par pasa por encima de su jardín con su motocicleta), su emoción probablemente será el enojo. Si se despierta una mañana de escarcha y descubre que durante la noche su vecino, viendo el peligro para las plantas de Enrique, las ha cubierto mientras él dormía, su emoción bien puede ser de gratitud. Así que, las emociones son maneras de “ver”, cuando este “ver” se basa en los intereses, y los intereses son disposiciones a experimentar una variedad de emociones. Por conveniencia empleo el lenguaje de la vista, de las maneras de “ver” las situaciones, pero no todos las percepciones interesadas son visuales. Puedo oír las palabras audibles de una persona como insulto o cumplido, sentir la humedad en el pañal de mi niña como la leche en que acaba de sentarse, oler el olor de humo en la casa como inofensivo, etc.

APLICACIÓN A LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA
¿Cómo se aplican estos conceptos a la espiritualidad cristiana? Así como Enrique no tendría ninguna reacción emocional a la noticia de la venida de la tormenta si no tuviera un interés que pudiera ser afectado por esa noticia, de igual modo la gente no responderá a la buena noticia del evangelio con gozo, paz, gratitud y esperanza si no tiene intereses que pueden ser afectados por esta noticia, y también la capacidad de ver las situaciones de su vida en relación con esta noticia.
El evangelio provee a quienes lo aceptan una manera distinta de interpretar el mundo. El Creador del universo es tu Padre cariñoso y te ha redimido del pecado y la muerte mediante la vida, muerte y resurrección de su Hijo Jesús. Eres hijo de Dios, destinado, juntamente con muchos hermanos y hermanas, a permanecer bajo su amparo para siempre y a transformarte en un ser inefablemente hermoso. Puesto que tus hermanos en la fe también son hijos de Dios, debes tratarlos con mansedumbre, ayudarlos cuando tienen necesidad y, en general, respetarlos y amarlos como conciudadanos y miembros de la familia de tu Padre.
Si una persona no tiene hambre de la justicia y la vida eterna proclamadas y prometidas en el evangelio, no es sorprendente que se haga el sordo al evangelio. Dichosos son los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos (y solamente ellos) serán saciados con la paz y el gozo del evangelio. Este interés es requisito previo para llevar el fruto del Espíritu Santo.
Contemplemos el gozo que los apóstoles sentían después de ser arrestados, encarcelados y azotados por proclamar en Jerusalén la buena noticia acerca de Jesucristo (Hch. 5:41). Tales experiencias no son motivos típicos de gozo. La mayoría de la gente, cuando les sucede algo similar, percibe la situación como desafortunada y bien puede sentirse afligida, enojada, temerosa o triste.
Sin embargo, los apóstoles respondieron con gozo, porque se miraban a sí mismos como habiendo “sido considerados dignos de sufrir afrentas por causa del Nombre” (NVI). Dado que fueron perseguidos por su testimonio público acerca de Jesús, la persecución les parecía algo muy bueno. Esto se debió a que amaban a Jesús y querían imitarlo y asociarse con su ministerio. Así, una situación que sería repugnante a quienes tuvieran un esquema interpretativo diferente o intereses diferentes fue para ellos una ocasión de regocijo.
La percepción de los apóstoles basada en sus intereses era un estado espiritual importante, porque era una manifestación de su preocupación por el reino de Dios, su afecto por el Señor y su comprensión de sí mismos y su situación en términos del evangelio. Sería razonable asumir que, si los apóstoles hubieran sido conectados a un aparato que midiera la actividad del cerebro al momento que experimentaron ese gozo santo, el mismo habría registrado procesos neurológicos característicos del gozo. También es probable que si los apóstoles se hubieran fijado en ese momento en sus sensaciones físicas, habrían notado cierta perturbación en el tronco de su cuerpo, alguna excitación en sus brazos y piernas o algo por el estilo. Sin embargo, es bastante improbable que, cuando Lucas estimó oportuno mencionar la emoción de los apóstoles en Hechos 5:41, se interesara principalmente por estos procesos corporales. Al contrario, lo que le interesaba era cómo los apóstoles veían el mundo, cómo entendían su situación y qué les motivaba. Completo

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domingo, 27 de septiembre de 2009

BUSCADME Y VIVIREIS



Cada vez mas violencia
mas maldad en la tierra
parece que el amor ha muerto
la locura reina sobre la humanidad.
Jovenes acabados niños abandonados
a precio de placer
y decidiendo solo el interes.

¿Dónde queda la justicia y la venganza
dónde quedan el castigo y la razón?
¿Por qué callas Tú Señor y nos olvidas?
¿Cómo puedes permitir tanto dolor?
¿Dime donde está aquel Dios
el Dios de Elias
que de vez en cuando se dejaba oir?
¿Cúanto tardará aún tu Espiritu en venir...?

Necios como niños,
torpes cahorrillos,
como nos gusta jugar
y nos gusta preguntar
aquello que hace tiempo
sabemos ya.
Dios aún sigue hablando
sigue aún contestando
y aquel que quiere oir
aún puede percibir
Su voz de amor.

Cómo puedo Yo derramar de mi Espiritu
si mis hijos no se vuelven hacia a mi,
ahora ciñete como un varon valiente,
Yo hablaré y tu me contestarás a mi
¿dónde estan aquellos hombres como Elias
que dejaron todo por seguirme a mi,
que rompieron compromisos con el mundo
sólo por agradarme a mi,
donde estan aquellos tres que en Babilonia
prefirieron ser quemados a ceder?
¿Dónde esta aquel Daniel que me adoraba?
¿Dónde esta la santidad de aquel José?
¿Dónde esta ese niño que mató al gigante?
¿Dónde están los sucesores de Josúe?
¿Donde estan esas mujeres entregadas
como Ester?

Jóvenes acabados
niños abandonados
a precio de placer
y pagan el inocentes
los errores de otros
en el ayer....

Si mi pueblo se volviese y me buscase
renovando asi su entrega y su fé,
si me amasen com aman sus caminos,
si olvidasen los rencores del ayer,
Yo abriria las ventanas de los cielos
y la tierra hoy veria mi poder,
mientras tanto aún repito como antaño:
buscadme y vivireis. Completo

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lunes, 21 de septiembre de 2009

CONTRACULTURA CRISTIANA

por Eliana Gilmartin

Definiciones
Cultura: “Las culturas son sistemas de símbolos compartidos que proporcionan sentido a nuestra vida, una orientación, una forma de ver el mundo y de interpretar la realidad.” Cultura es, en este sentido, el conjunto de manifestaciones de una sociedad o un grupo humano que la distinguen y la hacen ser lo que ella es. Es decir, su arte, su manera de hablar, sus convenciones sociales, sus pautas morales, sus costumbres, etc. Lo que para una sociedad puede ser culturalmente aceptable, para otra puede resultar totalmente escandaloso. Por ejemplo, todos se darían vuelta a mirar a una señorita haciendo topless en una playa de la costa atlántica argentina. La mayoría la censuraría. Pero es cierto también que una mujer con el torso cubierto en medio de una tribu africana también podría ser observada de la misma manera...
Subcultura: Dentro de cada cultura existen diferencias que vienen dadas por la edad, el nivel socioeconómico, la clase social, la religión, el origen étnico, etc. Esto es una subcultura: la cultura dentro de la cultura... Ejemplos: el lenguaje, la vestimenta, los hábitos horarios, los lugares de reunión, la música, no son los mismos para un grupo cultural de 20 años, que para uno de 40. Y esto es absolutamente obvio y notable.
Contracultura: La contracultura se entiende como un movimiento de rebelión contra la cultura hegemónica. Ejemplos de esto son las llamadas “tribus urbanas” que son grupos de adolescentes/jóvenes como los punks, skins, etc., que no se sienten representados por la sociedad a la que pertenecen y se apartan de ella, o mejor dicho, van contra ella.


Las verdades y la verdad

Antes de continuar con el tema, conviene hacer unas puntualizaciones que nos serán muy útiles.
Vivimos en una época que los estudiosos dieron en llamar “postmodernidad”, es decir, lo que está después de la modernidad. Ahora bien, hay algunas características distintivas de este tiempo que me gustaría resaltar porque hacen al tema que nos ocupa: el relativismo y el pluralismo.
Se llama relativismo a la convicción de que la calificación moral de una acción como buena o mala depende de cada cultura, de cada grupo, o bien de cada persona. Pluralismo, por otra parte, significa que todas las culturas merecen igual respeto, todas las ideas, las ideologías, las religiones, las posturas filosóficas, las convicciones morales, las modas, etc., etc. Todas deben y pueden convivir juntas, con igual rango de autenticidad.
Esto implica que no se reconoce la existencia de una verdad, absoluta, definitiva, única, superior, objetiva... Todas “las verdades” son válidas juntamente, si le sirven a alguien. Es decir: yo creo esto, y tú puedes creer aquello, y si a tí te hace bien, entonces está bien. Mi verdad y tu verdad son igualmente aceptables...
Evidentemente, esto lleva al caos total, aunque pareciera que ser “moderno”, “civilizado”, “educado”, “inteligente”, inclinara a pensar de esta manera: si todas “las verdades” son igualmente válidas, ¿quién tiene razón? ¿Todos podemos tener razón? ¿Por cuál ley nos regiríamos? ¿Con qué parámetros aceptaríamos algunas cosas y desecharíamos otras?
Como vemos, el panorama así planteado es por demás peligroso.
El mundo, con discursos de superación y respeto aparente, proclama el pluralismo como una virtud. Y la Iglesia del Señor, muchas veces, se acomoda a este sentir, y acepta cualquier cosa a fin de no ser tildada de antigua y retrógrada.
La Biblia dice, sin rodeos, que sólo hay una verdad, que es Jesucristo. Él es la verdad, y conocer esta verdad nos hace libres. No es conocer todas las verdades y quedarnos con la que más nos conviene, o hacernos una nueva si queremos y nos hace bien. Conocer a Jesucristo, que es la única verdad, el único camino, la única vida, esto nos libera. Y como Jesucristo es la Palabra de Dios encarnada, el logos de Dios, entonces, también su palabra es verdad. La Biblia, como Palabra infalible, única, de Dios, es también la verdad. Y no una verdad entre muchas, sino LA VERDAD. (Juan 1:17; 5:33; 8:32; 8:40; 14; 6; 16:13; 17:17; 18; 38; Ef. 1:13; 4:21; 6:14; 2ª Tes. 2:12; 1ª Tim. 3:15; Heb. 10:26; 1ª Juan 3:19).
Y la Iglesia, nosotros, cada uno y todos, como veremos más adelante, somos depositarios de esta verdad. La verdad, así planteada y entendida, no es una cosa subjetiva, que cada ser humano se arma, producto de sus pensamientos, gustos, saberes y pareceres. La verdad es externa al ser humano. No requiere de nosotros opiniones y cambios: demanda aceptación y obediencia, porque proviene de Dios, que es la única fuente de verdad.

Contracultura cristiana
La primera cultura comenzó con Adán y Eva. Mientras Adán y Eva obedecieron a Dios, esa cultura fue piadosa, justa, santa, de acuerdo con los propósitos divinos. El diablo desafió esa cultura, y aparentemente triunfó, desplazando la cultura centrada en Dios y estableciendo otra, una contracultura, basada en el ser humano, fruto del pecado. Esta contracultura sustituyó a la otra, y por eso se convirtió en una cultura, dominante, la que reina en el mundo todavía hoy, hasta que Cristo vuelva por su Iglesia.
Ahora bien, desde entonces, siempre ha habido una cultura y una contracultura, pero como el diablo es el “príncipe de este mundo”, y el reino de Dios “no es de este mundo”, como dice su Palabra, el cristianismo no es una cultura, de acuerdo con la terminología que estamos utilizando. Debe ser una contracultura, es decir, la que se opone a la cultura dominante en el mundo, la de la carne, el pecado, el diablo, etc., y esta contracultura se basa en la convicción de que hay SOLO UNA VERDAD, y esa verdad habrá que buscarla en Dios.
Ahora bien, vivir el cristianismo como una verdadera “contracultura” va más allá de sentir que la religión es una parte de nuestra vida, importante o no. Es vivir el evangelio y el cristianismo como la verdad a partir de la cual se articulan todas las otras áreas de nuestro vivir: el estudio, el trabajo, la familia, los deportes, la recreación, los amigos. Todo está permeado por Jesucristo, todo está influido por él. Él tiene señorío real sobre cada área de nuestra vida. Él gobierna, señorea, domina santamente. Es mucho más que sólo ser "cristianos". Es mucho más que sólo asistir a la iglesia. Es un compromiso de vida y de pensamiento, es una manera de ver la vida, de enfocar cada día...
No podemos ser “pluralistas” los cristianos, en el sentido que nos lo propone el mundo: la Biblia dice que no nos debemos conformar a este mundo (Romanos 12:2), es decir, que no debemos adoptar las formas de este mundo. Porque nuestra verdad no es una verdad entre muchas: es la verdad, la única verdad, la que tenemos en las Sagradas Escrituras y la que el Espíritu Santo nos enseña, porque El, dice Juan, nos lleva a toda verdad.
No podemos ser tampoco “neutrales”: o somos una cosa, o somos la otra. No hay lugar a medias tintas. O pertenecemos a la cultura dominante, la del mundo, o pertenecemos al Señor.
No podemos, en fin, ser “relativistas”. “Y bueno..., la Biblia dice esto, pero tal vez el mundo tenga razón, ¡tampoco hay que ser tan fanáticos!” ¡¡¡De ninguna manera!!! La Biblia dice la verdad, y dice toda la verdad, es toda la revelación de Dios para TODOS los hombres, cristianos o no, y jamás debemos relativizarla, o “adecuarla a los tiempos”.

Cristianismo: ¿Contracultura o subcultura?
De acuerdo con las definiciones que venimos manejando, la subcultura no va en contra de la cultura imperante, sino que es la misma cultura, pero con algunas características más que hacen al grupo particular que la representa.
Pues bien, a veces los cristianos vivimos como si lo nuestro fuera una subcultura: nos conformamos a los cánones del mundo, pero agregamos a nuestra mezcla algunas características que nos son propias. Vamos al culto, y llevamos la Biblia. Hablamos un lenguaje que solo nosotros entendemos, y para todo nombramos al Señor. Pero con nuestros actos no nos diferenciamos en nada del mundo, y nuestros pensamientos y manera de ver las cosas, cada vez se acercan más a las maneras seculares...
Es más: la mayoría de las veces vivimos dentro de la iglesia pero tenemos nuestra mirada en el mundo. Añoramos sus formas, y para peor, a menudo queremos “importarlas”...
Y como el mundo por esto nos desprecia, porque no somos “ni chicha ni limonada”, nos escondemos en nuestros templos, nos separamos, y nos olvidamos, así, que debemos ser sal y luz, que debemos penetrar la sociedad para ser agentes del cambio y lograr que “venga su reino”.
¿Por qué nos avergonzamos, muchas veces, de ser cristianos? ¿Por qué no podemos decir a los cuatro vientos en qué creemos? ¿Será que no estamos seguros? ¿Será que nos sentimos sólo una subcultura? ¿Será que no creemos, definitivamente, que sólo hay una verdad? ¿Será que no vivimos lo que decimos que creemos? ¿Será que hemos perdido la frescura del evangelio? ¿Será que realmente no podemos vivir el poder liberador de Cristo? ¿Cómo habremos de influir? ¿Cómo podemos hablar del Señor? ¿Cómo podremos cumplir la gran comisión?

La Iglesia como comunidad hermenéutica y profética
La Iglesia del Señor, tú y yo y todos, somos depositarios de la Palabra de Dios, y de toda la revelación especial. Es decir que todo lo que Dios tenía, tiene y tendrá para decir al ser humano de todas las generaciones, razas y edades, sea creyente o no, está contenido en su Palabra, y su Palabra, si bien es de libre acceso para cualquier ser humano, sin embargo ha sido confiada a la Iglesia, para su predicación, su difusión y su interpretación.
La Biblia es la palabra profética más segura, es decir, que tiene todas las respuestas para el hombre, y todas las respuestas para el mundo.
En este sentido, no podemos seguir la corriente de la moda, o la corriente de la moral mundana. Sabemos lo que Dios dice, o deberíamos empezar a averiguarlo, si no lo sabemos, y debemos vivir de acuerdo con esto, hasta las últimas consecuencias.

Veamos algunos ejemplos:

Cultura dominante (mundo)
La sociedad es laica, dice que puede prescindir de Dios. Hace como que no existe.
Todas las verdades son buenas, si te hacen bien.
Cualquier religión es buena, si te sientes cómodo en ella.
Los valores morales son relativos, depende de cada persona y de cada circunstancia.
El centro del mundo es el hombre.
El camino para ser feliz es hacer lo que uno quiere.
Lo mejor es recibir.
Sálvese quien pueda, a costa de pisar cualquier cabeza.
Yo, Yo, Yo, Yo....
El fin justifica los medios...
Si funciona, sirve...
Es necesario el sexo antes de casarse, para saber si hay compatibilidad.
El aborto es válido, para evitar males peores.
El pecado no existe, todo es cuestión de puntos de vista.
Los límites los pongo yo...
Hay cosas que hay que hacer, porque todos las hacen...
La homosexualidad es el tercer sexo.
Es más “piola” el que vive la vida y tiene varios amores a la vez...
Los diez mandamientos son cosa del pasado.
La juventud es para divertirse

Contracultura cristiana
Nosotros profesamos una espiritualidad fuerte, y fundamentada, que preside todos los actos de nuestra vida.
Hay una sola verdad, única e inapelable: Dios.
Sólo hay una posibilidad de religión, la que te religa con Dios a través de Jesucristo, o sea, la cristiana.
Los valores morales son absolutos, y dependen de Dios, quien los ha fijado en su Palabra.
El centro de todo es Dios.
El camino para ser feliz es hacer lo que Dios quiere.
Lo mejor es dar.
Nadie busque su propio bien sino el del otro.
Dios, Dios, Dios, Dios...
Si los medios no son válidos, el fin tampoco lo será...
Si no está en la Biblia, aunque funcione, no sirve.
El sexo, sólo dentro del matrimonio.
El aborto es asesinato.
El pecado es trasgresión y ofende a Dios.
Los límites me los imponen desde fuera: Dios, la familia, la sociedad, la ley, etc.
Lo que está mal, está mal... Aunque los demás crean ser “vivos” por hacerlas...
La homosexualidad es pecado.
Suena feo... Pero es adulterio...
Lamentablemente, siguen vigentes, exceptuando los que tienen que ver con lo ritual... (Ej. El sábado)
¿Divertirse? Síi, claro, y para mirar a Dios, antes de que vengan los días malos...

La “moral del Reino”
Cuando el Señor Jesucristo anduvo caminando por estos mundos, dejó para siempre instalada una contracultura. No era del todo nueva, se nutría de toda la enseñanza que Dios ya había dado a una nación, los judíos, en tantos años de historia en los que Dios intentó hacer de ellos su pueblo.
Pero el Señor le dio una vuelta de tuerca más: si te piden uno, dale dos; si te pegan de un lado, ofrece el otro, el que se humilla será enaltecido, es mejor dar que recibir, no busques tu propio bien sino el del otro, considera a todos superiores a tí mismo, mejor es perder que ganar, el único camino al éxito es la cruz.
La “moral del Reino” no tiene nada que ver con la moral del mundo, y el mundo no termina de corromperse porque existe algo así como “la moral del reino” actuando como sal y evitando su completa ruina... No es al revés. Nuestra legitimidad no proviene del mundo, sino de Dios.
No somos porque el mundo nos deja que seamos. Somos, porque el Señor nos ha escogido y nos ha confiado la tarea de vivir para su gloria.
El desafío es enorme
Es un desafío a no avergonzarnos de creer lo que creemos y de ser quienes somos.
Es un desafío a plantarnos firmemente en lo que Dios dice y vivir a full para ello, porque hay toda una generación que gime esperando la manifestación de los hijos de Dios.
Es un desafío a dejar de ser sólo una subcultura que permanentemente transa con el mundo para no quedar afuera...
El mundo habrá de ser realmente impactado cuando nosotros ocupemos con valor, seguridad y confianza el lugar que debemos ocupar... No como pidiendo perdón por ser diferentes, sino orgullosos (si existiera un buen sentido de esta palabra), seguros y cómodos en ser definitivamente diferentes.
No mejores.
Sólo hijos de Dios.
Lo más vil, pero pagado al precio de su sangre


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martes, 8 de septiembre de 2009

GENESIS EN EL TIEMPO Y EN EL ESPACIO


Génesis es un libro de Orígenes – trata sobre el origen del universo, el origen de la vida y el origen del hombre.
Sitúa al hombre en su entorno cósmico, muestra su singularidad sin paralelo, su grandeza y su miseria y nos traza también el principio del curso de la historia humana primigenia a través del tiempo y del espacio. Muchos hoy, sin embargo, consideran que este libro como una colección de mitos, útiles para entender la mentalidad hebrea, tal vez, pero no como relato fidedigno de lo que ocurrió realmente “en el principio”. El Dr. Francis A. Schaeffer desafíos este punto de vista. Schaeffer expone la relevancia de los primeros once capítulos del Génesis y muestra como en ellos se halla la única respuesta , anclada en el tiempo y en el espacio, capaz de satisfacer al hombre moderno y dar adecuada réplica a sus preguntas e inquietudes


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sábado, 5 de septiembre de 2009

EL VENENO DEL SUBJETIVISMO

por Clive Staples Lewis

El texto que a continuación presentamos -hasta donde hemos podido averiguar, en una primera traducción al castellano- fue escrito por C.S. Lewis el año 1943, y publicado en la revista Religion in life, volumen XII.
Dos años antes ha dado sus primeras charlas radiales, que luego serían publicadas como Mero Cristianismo. Este mismo año de 1943 publicará sus Riddell Lectures: La Abolición del Hombre. El Veneno del Subjetivismo debe ser leído al lado del primer libro de Mero Cristianismo y La Abolición del Hombre, como una expansión del primero y una síntesis del segundo. Quien conozca estos dos textos, reconocerá claramente la argumentación típica de Lewis.
La exposición de Lewis no presenta mayor dificultad. Se trata de una polémica contra el subjetivismo en materias de razón práctica, polémica conducida sin apelar a complejas doctrinas filosóficas, sino en un plano de sentido común, aunque algo más complejo que el de sus charlas radiales.
Son pocos los elementos del texto que pueden requerir de un comentario previo. Uno puede ser la constante referencia al “reformador moral”, “innovador”, etc. Al parecer, éste era uno de los tipos humanos que más horrorizaba a Lewis: el planificador social, reformador educacional, manipulador, condicionador, son las figuras que reciben la parte mayor de las críticas, no sólo en los textos teóricos, sino también en sus obras literarias. El contenido de El Veneno del Subjetivismo y La Abolición del Hombre se encuentra expuesto en forma de novela en Esa Fuerza Maligna, obra que podría ser considerada como el 1984 o Un Mundo Feliz de Lewis: una sátira a un gran proyecto de planificación social.


Una expresión de Lewis que puede resultar particularmente oscura es cuando sugiere que algunos podrían calificar su postura de “liberal” o “humanista”. Esto encuentra su explicación en el contexto teológico del protestantismo a mediados de siglo, contexto en el cual toda referencia a algo natural, como una ley natural, es entendida en términos de naturalismo, mereciendo en consecuencia el reproche de liberal o humanista. Lewis intenta aquí hacerse cargo de las objeciones de dicho carácter. En una carta a su hermano ya se ha quejado enormemente de los oxonienses lectores de Karl Barth, quienes hablan todos “como profetas del Antiguo Testamento”, y “no reconocen en la razón y la conciencia humana valor alguno”. La respuesta a éstos lo llevará a una breve digresión trinitaria, con la cual llegamos al final del texto. El modo de argumentar y los temas tratados, principal o tangencialmente, resultan así de lo más típicamente lewisiano que imaginarse pueda.

El veneno del subjetivismo
Una causa de miseria y vicio siempre está presente entre nosotros, en la avaricia y orgullo de los hombres; pero en ciertos periodos de la historia esto se ve fuertemente aumentado por el dominio temporal de alguna falsa filosofía. Pensar bien no va a convertir en hombres buenos a hombres malos; pero un error puramente teórico puede eliminar barreras ordinarias al mal, y quitar a las buenas intenciones su soporte natural. Un error de este tipo se encuentra en circulación en el presente. No me refiero a las filosofías del poder de los estados totalitarios, sino a algo que cala más hondo y que se extiende más ampliamente y que, en efecto, ha dado a estas filosofías del poder su oportunidad de oro. Me refiero al subjetivismo.
Tras estudiar su medio, el hombre ha comenzado a estudiarse a sí mismo. Hasta ese punto había asumido su razón y a través de ella había visto todas las cosas. Ahora, su propia razón se ha vuelto el objeto: es como si nos sacáramos los ojos para mirarlos. Estudiada de este modo, la razón se ha vuelto el epifenómeno que acompaña a eventos químicos o eléctricos en una corteza, y es el subproducto de un proceso ciego de evolución. Su propia lógica, que hasta aquí era el rey al que todos los eventos en todos los mundos posibles tenían que obedecer, se ha vuelto meramente subjetiva. No hay razón para suponer que arroja por resultado una verdad.
Mientras que esta destronación se refiera solo a la razón teórica, no puede ser de todo corazón. El científico tiene que asumir la validez de su propia lógica (en el recio antiguo estilo de Spinoza y Platón) incluso para demostrar que es subjetiva y, por lo tanto, sólo puede flirtear con el subjetivismo. Es cierto que se trata de un flirteo que en ocasiones va bastante lejos. Hay científicos modernos, me he enterado, que han eliminado las palabras verdad o realidad de su lenguaje y que sostienen que la finalidad de su trabajo no es saber lo que tienen ante sí, sino lograr resultados prácticos. Esto es, sin duda, un mal síntoma. Pero, en general, el subjetivismo es un tan incómodo compañero de trabajo para la investigación, que el peligro, en esta área, es continuamente contraatacado.
Pero cuando nos dirigimos a la razón práctica, los efectos funestos se encuentran operando a toda máquina. Por razón práctica entiendo nuestros juicios sobre bien y mal. Si les sorprende que incluya esto bajo el título de razón, permítanme recordarles que su sorpresa es un resultado del subjetivismo que estoy discutiendo. Hasta los tiempos modernos ningún pensador de primer orden dudó alguna vez que nuestros juicios de valor fueran juicios racionales o que lo que descubrían era objetivo. Se daba por sentado que en una tentación la pasión se oponía no a un sentimiento, si no a una razón. Así pensó Platón, así Aristóteles, así Hooker, Butler y el doctor Johnson. La visión moderna es muy distinta. No considera que los juicios de valor sean juicios en absoluto. Son sentimientos, o complejos, o actitudes, producidos en una comunidad por la presión del ambiente y sus tradiciones, variando de una comunidad a otra. Decir que algo es bueno es solamente expresar lo que sentimos al respecto; y nuestro sentimiento sobre ello es lo que estamos socialmente condicionados a sentir.
Pero si esto es así, podríamos haber sido condicionados a sentir de otro modo. “Quizás”, piensa el reformador o experto educacional, “hubiera sido mejor de otro modo. Mejoremos nuestra moralidad”. A partir de esta idea aparentemente inocente viene la enfermedad que ciertamente acabará con nuestra especie (y a mí parecer, condenará nuestras almas), si es que no es destruida: la fatal superstición de que el hombre puede crear valores, que una comunidad puede escoger su “ideología” tal como los hombres escogen su vestimenta. Todo el mundo se indigna al escuchar a los alemanes definir la justicia como aquello que conviene al Tercer Reich. Pero no siempre se recuerda que esa indignación es totalmente carente de fundamento si nosotros mismos creemos que la moralidad es un sentimiento subjetivo que puede ser cambiado a voluntad. Salvo que haya una medida objetiva del bien, que cubra a los alemanes, japoneses, y a nosotros mismos por igual, sea que la obedezcamos o no, desde luego los alemanes son tan competentes para crear su ideología como nosotros para crear la nuestra. Si “bueno” y “mejor” son términos que derivan su significado sólo de la ideología de cada pueblo, entonces evidentemente las ideologías mismas no pueden ser unas mejores o peores que otras. Salvo que la medida sea independiente de las cosas medidas, no podemos hacer ninguna medición. Por la misma razón sería imposible comparar los ideales morales de una época con los de otra: progreso o decadencia también serán términos vacíos de contenido.
Todo esto es tan obvio que puede ser considerado una tautología. Pero cuán poco se comprende esto puede ser evaluado a partir del procedimiento del reformador moral que, tras decir que “bueno” significa “aquello que hemos sido condicionados a preferir”, sigue de buena gana adelante preguntándose si acaso no sería “mejor” ser condicionados de otro modo. ¿Qué rayos puede significar aquí la palabra “mejor”?
Normalmente tiene en mente la noción de que si logra despojarse de un juicio de valor tradicional, encontrará otra cosa más “real” o “sólida” sobre la cual basar un nuevo esquema de valores. Dirá, por ejemplo, “debemos abandonar tabúes irracionales y basar nuestros valores en el bien de la comunidad” -como si la máxima “debes promover el bien de la comunidad” fuera algo más que una variante polisilábica de “trata como quieres que te traten”, que no tiene otro fundamento que el antiguo juicio de valor que pretende estar rechazando. O intentará basar sus valores en la biología y nos dirá que hay que actuar de un modo determinado, en aras de la preservación de la especie. Aparentemente no anticipa la pregunta “¿por qué debe ser preservada la especie?” Da por sentado que debe ser así, porque descansa sobre juicios de valor tradicionales. Si estuviera comenzando, como pretende, desde una pizarra en blanco, jamás llegaría a este principio. A veces lo intenta recurriendo al “instinto”. “Tenemos el instinto de preservar la especie”, nos podría decir. ¿Pero lo tenemos? Y si lo tenemos, ¿quién dice que debamos obedecer los instintos? ¿Y por qué obedecer a este instinto en particular de entre todos los instintos que compiten con el de la preservación de la especie? El reformador sabe que algunos instintos deben ser obedecidos y otros no, sólo porque está midiendo con una medida, y la medida, una vez más, es la moral tradicional que cree estar superando. Los instintos por sí solos obviamente no nos pueden dar razones para ordenar a los instintos en una jerarquía. Si no llevas un conocimiento de su comparativa respetabilidad hacia ellos, nunca lo podrás derivar desde ellos.
Todo este intento por rechazar los valores tradicionales como algo subjetivo y sustituirlos por un nuevo esquema de valores es un error. Es como intentar levantarte a ti mismo tirando tú mismo del cuello de tu propia camisa. Grabemos dos proposiciones en nuestras mentes con tinta indeleble:

(1) La mente humana no es más capaz de crear nuevos valores que de plantar un nuevo sol en el cielo o que de introducir un nuevo color primario en el espectro.

(2) Cada intento por hacer esto consiste en arbitrariamente seleccionar una máxima de la moralidad tradicional, aislarla del resto, y erigirla en un unum necessarium.

La segunda proposición merece algo de ilustración. La moral ordinaria nos ordena honrar a nuestros padres y cuidar de nuestros hijos. Tomando sólo el segundo precepto construyes una ética futurista en que las exigencias de la “posteridad” son el único criterio. La moral ordinaria nos ordena mantener nuestras promesas y dar de comer a los pobres. Tomando sólo el segundo precepto obtienes una ética comunista en que la “producción” y distribución de los productos al pueblo son el único criterio. La moral ordinaria nos dice, ceteris paribus, que amemos a nuestros parientes y conciudadanos más que a los extraños. Aislando este precepto puedes obtener o una ética aristocrática con las exigencias de clase como único criterio, o bien una ética racista en que sólo se reconoce los derechos de sangre. Estos sistemas monomaníacos son luego usados como un fundamento desde el cual lanzar un ataque a la ética tradicional; pero absurdamente, ya que es sólo de la moral tradicional de donde sacan la apariencia de validez que poseen. Partiendo en blanco, sin supuestos valóricos de ninguna especie, no llegaríamos a ninguno de ellos. Si la reverencia a los padres o las promesas sólo son un subproducto subjetivo de la naturaleza física, así lo será también la reverencia por la raza o por la posteridad. El tronco al que el reformador quiere dar con el hacha es el mismo que sostiene la rama que él quiere conservar.
Toda idea de una moralidad “nueva” o “científica” o “moderna” debe por lo tanto ser desechada como una mera confusión. Sólo tenemos dos alternativas. O las máximas de la moralidad tradicional son aceptadas como axiomas de la razón práctica que ni admiten ni requieren argumentos para defenderlos, y no “ver” cuál pretendidamente ha perdido status humano; o bien no hay valores en absoluto, y lo que tomamos por valores no eran más que “proyecciones” de emociones irracionales. Es perfectamente inútil, tras haber rechazado la moral tradicional con la pregunta, “¿por qué habríamos de obedecerla?”, intentar la reintroducción de un valor más adelante en nuestra filosofía. Cualquier valor que introduzcamos podrá ser rechazado del mismo modo. Todo argumento para defenderlo será un argumento que derivará de sus premisas en modo indicativo, conclusiones en imperativo. Y esto es imposible.
Contra lo que he dicho la mente moderna tiene dos líneas de defensa. La primera es sostener que la moral tradicional es diferente dependiendo de época y lugar -en efecto, que no hay una moral, sino miles. La segunda es sostener que atarnos a un código moral inmutable es detener todo progreso y es conformidad con el estancamiento. Ambas son insanas.
Partamos por la segunda. Y dejemos de lado la fuerza emotiva que adquiere con el término “estancamiento”, con su sugerencia de charcos y piscinas cubiertas. Si el agua está estancada por largo tiempo, apesta. Inferir a partir de ahí que todo lo que permanece inmóvil debe ser de algún modo impuro, es caer víctima de la metáfora. El espacio no apesta por haber preservado las tres dimensiones desde el comienzo. El cuadrado de la hipotenusa no se ha enmohecido por continuar siendo la suma del cuadrado de los otros dos lados. El amor no se ve deshonrado por la constancia, y cuando nos lavamos las manos buscamos estancamiento, ‘retrocediendo el reloj', artificialmente restaurando nuestras manos al status quo en el cual comenzaron el día y resistiendo la tendencia natural de los eventos, que aumentaría su suciedad desde el día de nuestro nacimiento hasta nuestra muerte. Reemplazemos el término emotivo ‘estancamiento' por el descriptivo ‘permanencia'. ¿Un criterio moral permanente impide el progreso? Por el contrario, si no es bajo la suposción de un criterio inmutable, el progreso es imposible. Si el bien es un punto fijo, al menos es posible que nos acerquemos más y más a él; pero si el término es tan móvil como el tren, ¿cómo puede el tren avanzar hacia él? Nuestras ideas sobre el bien pueden cambiar, pero no cambian para bien ni para mal si no hay un bien absoluto e inmutable al cual se puedan aproximar o del cual se puedan alejar. Podemos acercarnos cada vez más al resultado correcto de una suma, sólo si el resultado correcto está perfectamente ‘estancado'.
Pero se dirá que acabo de admitir el hecho de que nuestras ideas sobre el bien pueden mejorar. ¿Cómo se puede conciliar esto con el hecho de que la ‘moral tradicional' es un depositum fidei que no puede ser traicionado? La respuesta puede ser comprendida si comparamos un verdadero avance moral con una mera innovación. Desde el estoico y confucionista ‘no trates a otros como no quieres que te traten'; al cristiano ‘trata a otros como quieres que te traten', hay un verdadero avance. La moralidad de Nietzsche es una mera innovación. Lo primero es un avance porque nadie que no reconociera la validez de la antigua máxima, vería una razón para aceptar la nueva, y cualquiera que aceptara la antigua reconocería la nueva como una extensión del mismo principio. Si la rechazara, la tendría que rechazar como algo superfluo, algo que va demasiado lejos, no como algo simplemente heterogéneo a sus ideas de valor. Pero la ética nietzscheana sólo puede ser aceptada si estamos preparados para evaluar la ética tradicional como un mero error y luego ponernos en una posición en la cual no podemos encontrar ningún fundamento para ningún juicio de valor en absoluto. Es la diferencia entre un hombre que nos dice: ‘te gustan los vegetales moderadamente frescos; ¿por qué no los cultivas por ti mismo para tenerlos totalmente frescos?', y el hombre que nos dice, ‘mejor arroja esa lechuga e intenta comer ladrillos y ciempiés'. Los verdaderos avances en moral, en suma, son hechos desde dentro de la tradición moral existente y en el espíritu de dicha tradición, y sólo pueden ser entendidos a la luz de esa tradición. El que se ha vuelto extranjero rechazando la tradición no puede juzgar sobre ellos. Como dice Aristóteles, no tiene arche, no posee premisas.
¿Y qué hay de la segunda objeción moderna -que los patrones de moralidad de las distintas culturas varían tanto de una a otra que no hay una tradición común en absoluto? La respuesta es que es una mentira - una buena, sólida, resonante mentira. Si un hombre entra a una biblioteca y pasa un par de días con la Encyclopaedia of Religion and Ethics pronto descubrirá la maciza unanimidad de la razón práctica del hombre. Del himno babilónico a Samos, del Código de Manu, de El Libro de los Muertos, de los estoicos, de los platónicos, de los aborígenes australianos y de los pieles rojas, reunirá la misma triunfantemente monótona denuncia de la opresión, asesinato, deslealtad y engaño, la misma orden de benevolencia a los ancianos, a los jóvenes, a los débiles, de caridad, imparcialidad y honestidad. Podrá sorprenderse algo (yo ciertamente me sorprendí) al notar que los mandatos de misericordia son más frecuentes que los preceptos de justicia; pero ya no dudará de que hay algo semejante a una Ley de la Naturaleza. Hay, por supuesto, diferencias. Incluso hay ceguera en ciertas culturas -tal como hay salvajes que no logran contar hasta veinte. Pero la pretensión de que estamos ante un caos -en el cual ningún esbozo de valor universalmente aceptado asoma- es simplemente falsa y debe ser contradicha dentro y fuera de tiempo, cada vez que sea encontrada. Lejos de encontrar caos, encontramos precisamente lo que debemos encontrar si es que el bien es algo objetivo , y la razón el órgano por el cual es aprehendido -esto es, un sustancial acuerdo con considerables diferencias o énfasis locales y, quizás, ningún código que lo incluya todo.
Los dos grandes métodos para oscurecer este acuerdo son los siguientes: primero, puedes concentrarte en aquellas divergencias sobre moral sexual que los más serios moralistas consideran pertenecientes a la ley positiva más que a la natural, pero que despiertan fuertes emociones. Las diferencias en torno a la definición del incesto o entre poligamia y monogamia caen bajo este apartado. (Es falso decir que los griegos consideraban inocente la perversión sexual. La continua risa ahogada de Platón en realidad es una mayor evidencia que la rígida prohibición de Aristóteles. Los hombres bromean sólo sobre aquello que consideran, por lo menos, un pecadillo: las bromas sobre borrachera en Pickwick, lejos de demostrar que el siglo XIX la consideraba inocente, prueban lo opuesto. Hay una enorme diferencia de grados entre la visión griega de la perversión y la cristiana. Pero no hay oposición). El segundo método es tratar como diferencias en juicios de valor lo que en realidad son diferencias sobre creencia en hechos. De este modo los sacrificios humanos, o la persecución a las brujas, son ejemplos permanentemente citados como prueba de diferencias radicales en la moralidad. Pero la verdadera diferencia se encuentra en otro lugar. Nosotros no casamos brujas porque no creemos en su existencia. Nosotros no sacrificamos a hombres para deshacernos de una peste, porque no creemos que una peste pueda ser vencida de ese modo. Sí ‘sacrificamos' a hombres en la guerra, y sí perseguimos a espías y traidores.
Hasta aquí he estado considerando las objeciones que los no creyentes levantan contra la doctrina de los valores objetivos, o la ley natural. Pero hoy en día tenemos que estar preparados para responder a las objeciones de cristianos también. ‘Humanismo' y ‘liberalismo' son términos que están recibiendo un uso de simple reprobación, y ambos serán eventualmente usados para referirse a la postura que estoy defendiendo. Detrás de esto está latente un verdadero problema teológico. Si aceptamos los primeros principios de la razón práctica como las premisas incuestionables de toda acción, ¿estamos confiando en nuestra propia razón e ignorando la Caída, y estamos retrotrayendo nuestra adhesión absoluta desde una Persona a una abstracción?
Por lo que respecta a la Caída, sugiero que el tenor general de las Escrituras no nos lleva a creer que nuestro conocimiento de la ley esté tan depravado como nuestra capacidad para cumplirla. Se requeriría un hombre valiente para considerar al hombre como un ser más caído de lo que lo consideró San Pablo. En el mismo capítulo (Romanos 7) en el que más fuertemente señala nuestra incapacidad para cumplir con la ley moral, también afirma que percibimos la bondad de la ley y nos alegramos en ella de acuerdo al hombre interior. Nuestra justicia puede estar sucia y destruida; pero el cristianismo no nos da ningún fundamento para suponer que nuestras percepciones del bien y el mal estén en la misma condición. Pueden, sin duda, estar dañadas; pero hay una diferencia entre mala vista y ceguera. Una teología que sugiera que nuestra razón práctica está totalmente viciada está encaminándose al desastre. Una vez que admitimos que lo que Dios entiende por ‘bondad' es radicalmente distinto de lo que nosotros juzgamos como bueno, no queda diferencia en pie entre pura religión y culto al demonio.
La otra objeción es mucho más formidable. Una vez que admitimos que nuestra razón práctica es efectivamente razón, y que los imperativos fundamentales son tan absolutos y categóricos como pretenden ser, entonces adhesión absoluta a ellos es el deber del hombre. Y tal es la adhesión que se debe tener a Dios. Y estas dos adhesiones deben, de algún modo, ser lo mismo. ¿Pero cómo debemos representarnos la relación entre Dios y la ley moral? Decir que la ley moral es la ley de Dios no es una solución final. ¿Estas cosas son buenas porque Dios las manda o Dios las manda porque son buenas? Si es cierto lo primero, si debemos definir el bien como aquello que Dios manda, entonces la bondad de Dios mismo es vaciada de contenido, y las órdenes de un enemigo omnipotente tendrían el mismo peso sobre nosotros como las de ‘el Dios justo'. Si es cierto lo segundo, entonces parecemos estar defendiendo una diarquía cósmica, o incluso convirtiendo a Dios en un mero ejecutor de una ley de algún modo externa o antecedente a Él mismo. Las dos posibilidades son intolerables.
En este punto conviene recordar que la teología cristiana no sostiene que Dios sea una persona. Cree que Él es tal, que en Él una Trinidad de Personas es consistente con una unidad de Deidad. En ese sentido lo considera algo bastante distinto a una persona, tal como un cubo, en el cual seis caras son consistentes con una unidad de cuerpo, es distinto de un cuadrado. (La gente que viviera en un planeta plano, de sólo dos dimensiones, intentando imaginar un cubo, tendría que o imaginar las seis caras coincidiendo, lo cual destruiría sus diferencias, o bien tendría que imaginar las seis caras una al lado de la otra, destruyendo su unidad. Nuestras dificultades con la Trinidad son de una especie bastante semejante). Por lo tanto, es posible que la dualidad que se nos aparece cuando pensamos primero en nuestro Padre Celestial y, segundo, en los imperativos evidentes de la ley moral, no sea un mero error sino una real percepción (aunque inadecuada y propia de criaturas) de cosas que necesariamente se presentarían como dos en cualquier modo de ser que entre en nuestra experiencia, pero que no están de tal modo divididas en el ser absoluto del Dios suprapersonal. Cuando intentamos pensar en una persona y en una ley, nos vemos obligados a pensar en la persona obedeciéndola o creándola. Y cuando pensamos en Él creándola nos vemos obligados a pensar en Él creándola o en conformidad con un criterio último de bondad (caso en el cual el criterio, y no Él, sería lo supremo) o bien creándola arbitrariamente mediante un sic volo, sic iubeo (caso en el cual Él no sería ni sabio ni bueno). Pero es probable que sea precisamente aquí donde nuestras categorías nos traicionen. Sería ocioso, con nuestros recursos mortales, intentar una corrección de nuestras propias categorías -ambulavi in mirabilibus supra me. Pero sería posible establecer dos negaciones: que Dios ni obedece ni crea la ley moral. El bien es increado; no podría ser de otro modo; no tiene en sí ni sombra de contingencia; se encuentra, como dijo Platón, al otro lado de la existencia. Es el Rita de los hindúes, por el cual los dioses mismos son buenos, el Tao de los chinos, del cual todas las realidades proceden. Pero nosotros, más favorecidos que los más sabios de los paganos, sabemos que lo que está más allá de la existencia, lo que no admite contingencia, lo que otorga divinidad a todo lo demás, lo que es el fundamento de la existencia, no es sólo una ley, sino un amor que engendra, un amor engendrado y un amor que, estando entre estos dos, también es inminente en todos los que son reunidos para participar de la unidad de su vida autocausada. Dios no es sólo bueno, sino el bien; la bondad no sólo es divina, sino que es Dios.
Estas pueden parecer especulaciones alambicadas: pero no creo que nada distinto pueda salvarnos. Un cristianismo que no vea la experiencia moral y religiosa encontrarse en el infinito, no en una infinitud negativa, sino en la infinitud positiva del Dios suprapersonal, no tiene nada que lo distinga a la larga de la adoración de demonios; y una filosofía que no acepte el valor como algo eterno y objetivo sólo nos puede conducir a la ruina. Y la cuestión no es sólo de importancia especulativa. Un buen número de ‘planificadores' en la plataforma democrática, un buen número de científicos de mirada mansa en un laboratorio democrático, quieren decir lo mismo que quiere decir un facista. Quieren decir que el ‘bien' es aquello que los hombres puedan ser condicionados a aceptar. Creen que es la función de ellos y de los de su especie condicionar a los hombres; crear conciencias por medio de eugenesia, manipulación psicológica de niños, educación estatal y propaganda masiva. Como están confundidos no perciben que el que crea la conciencia no es él mismo sujeto de conciencia. Pero tarde o temprano tienen que despertar y ver la lógica de su posición; y cuando despierten, ¿qué barreras quedarán entre nosotros y la división final de la humanidad entre el pequeño grupo de los condicionadores, que están más allá de la moralidad, y la gran multitud de los condicionados en los cuales la moralidad escogida por el experto será inculcada de acuerdo al gusto de él mismo? Si ‘bien' sólo significa la ideología local, ¿cómo pueden ser guiados por una idea de bien quienes inventan tal ideología? La misma idea de libertad presupone una ley moral objetiva que cubra a gobernados y gobernantes por igual. El subjetivismo en materia de valores es eternamente incompatible con la democracia. Nosotros y los gobernantes somos de la misma especie en tanto que estamos sujetos a la misma ley. Pero si no existe ninguna Ley de la Naturaleza, el ethos de cada sociedad será la creación de sus gobernantes, educadores y condicionadores; y todo creador está por sobre y afuera de su propia creación.
Salvo que retornemos a una creencia cruda y casi infantil en valores objetivos, pereceremos. Si retornamos, puede que vivamos, lo cual puede tener otra ventaja menor. Si creyéramos en la absoluta realidad de los lugares comunes elementales de la moral, valoraríamos a los que piden nuestros votos con otros criterios que los que han estado de moda. Si creemos que el bien es algo que debe ser inventado, demandaremos de nuestros gobernantes cualidades tales como ‘visión', ‘dinamismo', ‘creatividad' y cosas por el estilo. Si volvemos a la visión objetiva, deberíamos estarles exigiendo cualidades mucho más extrañas, y más beneficiosas- virtud, conocimiento, diligencia y capacidad. ‘Visión' es algo que todo el mundo está ofreciendo. Pero muéstrenme a un hombre dispuesto a hacer el trabajo de un día, recibiendo el salario de un día, rechazando sobornos, que no va a maquillar su resultado, y que haya aprendido a hacer su trabajo
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