sábado, 5 de septiembre de 2009

EL VENENO DEL SUBJETIVISMO

por Clive Staples Lewis

El texto que a continuación presentamos -hasta donde hemos podido averiguar, en una primera traducción al castellano- fue escrito por C.S. Lewis el año 1943, y publicado en la revista Religion in life, volumen XII.
Dos años antes ha dado sus primeras charlas radiales, que luego serían publicadas como Mero Cristianismo. Este mismo año de 1943 publicará sus Riddell Lectures: La Abolición del Hombre. El Veneno del Subjetivismo debe ser leído al lado del primer libro de Mero Cristianismo y La Abolición del Hombre, como una expansión del primero y una síntesis del segundo. Quien conozca estos dos textos, reconocerá claramente la argumentación típica de Lewis.
La exposición de Lewis no presenta mayor dificultad. Se trata de una polémica contra el subjetivismo en materias de razón práctica, polémica conducida sin apelar a complejas doctrinas filosóficas, sino en un plano de sentido común, aunque algo más complejo que el de sus charlas radiales.
Son pocos los elementos del texto que pueden requerir de un comentario previo. Uno puede ser la constante referencia al “reformador moral”, “innovador”, etc. Al parecer, éste era uno de los tipos humanos que más horrorizaba a Lewis: el planificador social, reformador educacional, manipulador, condicionador, son las figuras que reciben la parte mayor de las críticas, no sólo en los textos teóricos, sino también en sus obras literarias. El contenido de El Veneno del Subjetivismo y La Abolición del Hombre se encuentra expuesto en forma de novela en Esa Fuerza Maligna, obra que podría ser considerada como el 1984 o Un Mundo Feliz de Lewis: una sátira a un gran proyecto de planificación social.


Una expresión de Lewis que puede resultar particularmente oscura es cuando sugiere que algunos podrían calificar su postura de “liberal” o “humanista”. Esto encuentra su explicación en el contexto teológico del protestantismo a mediados de siglo, contexto en el cual toda referencia a algo natural, como una ley natural, es entendida en términos de naturalismo, mereciendo en consecuencia el reproche de liberal o humanista. Lewis intenta aquí hacerse cargo de las objeciones de dicho carácter. En una carta a su hermano ya se ha quejado enormemente de los oxonienses lectores de Karl Barth, quienes hablan todos “como profetas del Antiguo Testamento”, y “no reconocen en la razón y la conciencia humana valor alguno”. La respuesta a éstos lo llevará a una breve digresión trinitaria, con la cual llegamos al final del texto. El modo de argumentar y los temas tratados, principal o tangencialmente, resultan así de lo más típicamente lewisiano que imaginarse pueda.

El veneno del subjetivismo
Una causa de miseria y vicio siempre está presente entre nosotros, en la avaricia y orgullo de los hombres; pero en ciertos periodos de la historia esto se ve fuertemente aumentado por el dominio temporal de alguna falsa filosofía. Pensar bien no va a convertir en hombres buenos a hombres malos; pero un error puramente teórico puede eliminar barreras ordinarias al mal, y quitar a las buenas intenciones su soporte natural. Un error de este tipo se encuentra en circulación en el presente. No me refiero a las filosofías del poder de los estados totalitarios, sino a algo que cala más hondo y que se extiende más ampliamente y que, en efecto, ha dado a estas filosofías del poder su oportunidad de oro. Me refiero al subjetivismo.
Tras estudiar su medio, el hombre ha comenzado a estudiarse a sí mismo. Hasta ese punto había asumido su razón y a través de ella había visto todas las cosas. Ahora, su propia razón se ha vuelto el objeto: es como si nos sacáramos los ojos para mirarlos. Estudiada de este modo, la razón se ha vuelto el epifenómeno que acompaña a eventos químicos o eléctricos en una corteza, y es el subproducto de un proceso ciego de evolución. Su propia lógica, que hasta aquí era el rey al que todos los eventos en todos los mundos posibles tenían que obedecer, se ha vuelto meramente subjetiva. No hay razón para suponer que arroja por resultado una verdad.
Mientras que esta destronación se refiera solo a la razón teórica, no puede ser de todo corazón. El científico tiene que asumir la validez de su propia lógica (en el recio antiguo estilo de Spinoza y Platón) incluso para demostrar que es subjetiva y, por lo tanto, sólo puede flirtear con el subjetivismo. Es cierto que se trata de un flirteo que en ocasiones va bastante lejos. Hay científicos modernos, me he enterado, que han eliminado las palabras verdad o realidad de su lenguaje y que sostienen que la finalidad de su trabajo no es saber lo que tienen ante sí, sino lograr resultados prácticos. Esto es, sin duda, un mal síntoma. Pero, en general, el subjetivismo es un tan incómodo compañero de trabajo para la investigación, que el peligro, en esta área, es continuamente contraatacado.
Pero cuando nos dirigimos a la razón práctica, los efectos funestos se encuentran operando a toda máquina. Por razón práctica entiendo nuestros juicios sobre bien y mal. Si les sorprende que incluya esto bajo el título de razón, permítanme recordarles que su sorpresa es un resultado del subjetivismo que estoy discutiendo. Hasta los tiempos modernos ningún pensador de primer orden dudó alguna vez que nuestros juicios de valor fueran juicios racionales o que lo que descubrían era objetivo. Se daba por sentado que en una tentación la pasión se oponía no a un sentimiento, si no a una razón. Así pensó Platón, así Aristóteles, así Hooker, Butler y el doctor Johnson. La visión moderna es muy distinta. No considera que los juicios de valor sean juicios en absoluto. Son sentimientos, o complejos, o actitudes, producidos en una comunidad por la presión del ambiente y sus tradiciones, variando de una comunidad a otra. Decir que algo es bueno es solamente expresar lo que sentimos al respecto; y nuestro sentimiento sobre ello es lo que estamos socialmente condicionados a sentir.
Pero si esto es así, podríamos haber sido condicionados a sentir de otro modo. “Quizás”, piensa el reformador o experto educacional, “hubiera sido mejor de otro modo. Mejoremos nuestra moralidad”. A partir de esta idea aparentemente inocente viene la enfermedad que ciertamente acabará con nuestra especie (y a mí parecer, condenará nuestras almas), si es que no es destruida: la fatal superstición de que el hombre puede crear valores, que una comunidad puede escoger su “ideología” tal como los hombres escogen su vestimenta. Todo el mundo se indigna al escuchar a los alemanes definir la justicia como aquello que conviene al Tercer Reich. Pero no siempre se recuerda que esa indignación es totalmente carente de fundamento si nosotros mismos creemos que la moralidad es un sentimiento subjetivo que puede ser cambiado a voluntad. Salvo que haya una medida objetiva del bien, que cubra a los alemanes, japoneses, y a nosotros mismos por igual, sea que la obedezcamos o no, desde luego los alemanes son tan competentes para crear su ideología como nosotros para crear la nuestra. Si “bueno” y “mejor” son términos que derivan su significado sólo de la ideología de cada pueblo, entonces evidentemente las ideologías mismas no pueden ser unas mejores o peores que otras. Salvo que la medida sea independiente de las cosas medidas, no podemos hacer ninguna medición. Por la misma razón sería imposible comparar los ideales morales de una época con los de otra: progreso o decadencia también serán términos vacíos de contenido.
Todo esto es tan obvio que puede ser considerado una tautología. Pero cuán poco se comprende esto puede ser evaluado a partir del procedimiento del reformador moral que, tras decir que “bueno” significa “aquello que hemos sido condicionados a preferir”, sigue de buena gana adelante preguntándose si acaso no sería “mejor” ser condicionados de otro modo. ¿Qué rayos puede significar aquí la palabra “mejor”?
Normalmente tiene en mente la noción de que si logra despojarse de un juicio de valor tradicional, encontrará otra cosa más “real” o “sólida” sobre la cual basar un nuevo esquema de valores. Dirá, por ejemplo, “debemos abandonar tabúes irracionales y basar nuestros valores en el bien de la comunidad” -como si la máxima “debes promover el bien de la comunidad” fuera algo más que una variante polisilábica de “trata como quieres que te traten”, que no tiene otro fundamento que el antiguo juicio de valor que pretende estar rechazando. O intentará basar sus valores en la biología y nos dirá que hay que actuar de un modo determinado, en aras de la preservación de la especie. Aparentemente no anticipa la pregunta “¿por qué debe ser preservada la especie?” Da por sentado que debe ser así, porque descansa sobre juicios de valor tradicionales. Si estuviera comenzando, como pretende, desde una pizarra en blanco, jamás llegaría a este principio. A veces lo intenta recurriendo al “instinto”. “Tenemos el instinto de preservar la especie”, nos podría decir. ¿Pero lo tenemos? Y si lo tenemos, ¿quién dice que debamos obedecer los instintos? ¿Y por qué obedecer a este instinto en particular de entre todos los instintos que compiten con el de la preservación de la especie? El reformador sabe que algunos instintos deben ser obedecidos y otros no, sólo porque está midiendo con una medida, y la medida, una vez más, es la moral tradicional que cree estar superando. Los instintos por sí solos obviamente no nos pueden dar razones para ordenar a los instintos en una jerarquía. Si no llevas un conocimiento de su comparativa respetabilidad hacia ellos, nunca lo podrás derivar desde ellos.
Todo este intento por rechazar los valores tradicionales como algo subjetivo y sustituirlos por un nuevo esquema de valores es un error. Es como intentar levantarte a ti mismo tirando tú mismo del cuello de tu propia camisa. Grabemos dos proposiciones en nuestras mentes con tinta indeleble:

(1) La mente humana no es más capaz de crear nuevos valores que de plantar un nuevo sol en el cielo o que de introducir un nuevo color primario en el espectro.

(2) Cada intento por hacer esto consiste en arbitrariamente seleccionar una máxima de la moralidad tradicional, aislarla del resto, y erigirla en un unum necessarium.

La segunda proposición merece algo de ilustración. La moral ordinaria nos ordena honrar a nuestros padres y cuidar de nuestros hijos. Tomando sólo el segundo precepto construyes una ética futurista en que las exigencias de la “posteridad” son el único criterio. La moral ordinaria nos ordena mantener nuestras promesas y dar de comer a los pobres. Tomando sólo el segundo precepto obtienes una ética comunista en que la “producción” y distribución de los productos al pueblo son el único criterio. La moral ordinaria nos dice, ceteris paribus, que amemos a nuestros parientes y conciudadanos más que a los extraños. Aislando este precepto puedes obtener o una ética aristocrática con las exigencias de clase como único criterio, o bien una ética racista en que sólo se reconoce los derechos de sangre. Estos sistemas monomaníacos son luego usados como un fundamento desde el cual lanzar un ataque a la ética tradicional; pero absurdamente, ya que es sólo de la moral tradicional de donde sacan la apariencia de validez que poseen. Partiendo en blanco, sin supuestos valóricos de ninguna especie, no llegaríamos a ninguno de ellos. Si la reverencia a los padres o las promesas sólo son un subproducto subjetivo de la naturaleza física, así lo será también la reverencia por la raza o por la posteridad. El tronco al que el reformador quiere dar con el hacha es el mismo que sostiene la rama que él quiere conservar.
Toda idea de una moralidad “nueva” o “científica” o “moderna” debe por lo tanto ser desechada como una mera confusión. Sólo tenemos dos alternativas. O las máximas de la moralidad tradicional son aceptadas como axiomas de la razón práctica que ni admiten ni requieren argumentos para defenderlos, y no “ver” cuál pretendidamente ha perdido status humano; o bien no hay valores en absoluto, y lo que tomamos por valores no eran más que “proyecciones” de emociones irracionales. Es perfectamente inútil, tras haber rechazado la moral tradicional con la pregunta, “¿por qué habríamos de obedecerla?”, intentar la reintroducción de un valor más adelante en nuestra filosofía. Cualquier valor que introduzcamos podrá ser rechazado del mismo modo. Todo argumento para defenderlo será un argumento que derivará de sus premisas en modo indicativo, conclusiones en imperativo. Y esto es imposible.
Contra lo que he dicho la mente moderna tiene dos líneas de defensa. La primera es sostener que la moral tradicional es diferente dependiendo de época y lugar -en efecto, que no hay una moral, sino miles. La segunda es sostener que atarnos a un código moral inmutable es detener todo progreso y es conformidad con el estancamiento. Ambas son insanas.
Partamos por la segunda. Y dejemos de lado la fuerza emotiva que adquiere con el término “estancamiento”, con su sugerencia de charcos y piscinas cubiertas. Si el agua está estancada por largo tiempo, apesta. Inferir a partir de ahí que todo lo que permanece inmóvil debe ser de algún modo impuro, es caer víctima de la metáfora. El espacio no apesta por haber preservado las tres dimensiones desde el comienzo. El cuadrado de la hipotenusa no se ha enmohecido por continuar siendo la suma del cuadrado de los otros dos lados. El amor no se ve deshonrado por la constancia, y cuando nos lavamos las manos buscamos estancamiento, ‘retrocediendo el reloj', artificialmente restaurando nuestras manos al status quo en el cual comenzaron el día y resistiendo la tendencia natural de los eventos, que aumentaría su suciedad desde el día de nuestro nacimiento hasta nuestra muerte. Reemplazemos el término emotivo ‘estancamiento' por el descriptivo ‘permanencia'. ¿Un criterio moral permanente impide el progreso? Por el contrario, si no es bajo la suposción de un criterio inmutable, el progreso es imposible. Si el bien es un punto fijo, al menos es posible que nos acerquemos más y más a él; pero si el término es tan móvil como el tren, ¿cómo puede el tren avanzar hacia él? Nuestras ideas sobre el bien pueden cambiar, pero no cambian para bien ni para mal si no hay un bien absoluto e inmutable al cual se puedan aproximar o del cual se puedan alejar. Podemos acercarnos cada vez más al resultado correcto de una suma, sólo si el resultado correcto está perfectamente ‘estancado'.
Pero se dirá que acabo de admitir el hecho de que nuestras ideas sobre el bien pueden mejorar. ¿Cómo se puede conciliar esto con el hecho de que la ‘moral tradicional' es un depositum fidei que no puede ser traicionado? La respuesta puede ser comprendida si comparamos un verdadero avance moral con una mera innovación. Desde el estoico y confucionista ‘no trates a otros como no quieres que te traten'; al cristiano ‘trata a otros como quieres que te traten', hay un verdadero avance. La moralidad de Nietzsche es una mera innovación. Lo primero es un avance porque nadie que no reconociera la validez de la antigua máxima, vería una razón para aceptar la nueva, y cualquiera que aceptara la antigua reconocería la nueva como una extensión del mismo principio. Si la rechazara, la tendría que rechazar como algo superfluo, algo que va demasiado lejos, no como algo simplemente heterogéneo a sus ideas de valor. Pero la ética nietzscheana sólo puede ser aceptada si estamos preparados para evaluar la ética tradicional como un mero error y luego ponernos en una posición en la cual no podemos encontrar ningún fundamento para ningún juicio de valor en absoluto. Es la diferencia entre un hombre que nos dice: ‘te gustan los vegetales moderadamente frescos; ¿por qué no los cultivas por ti mismo para tenerlos totalmente frescos?', y el hombre que nos dice, ‘mejor arroja esa lechuga e intenta comer ladrillos y ciempiés'. Los verdaderos avances en moral, en suma, son hechos desde dentro de la tradición moral existente y en el espíritu de dicha tradición, y sólo pueden ser entendidos a la luz de esa tradición. El que se ha vuelto extranjero rechazando la tradición no puede juzgar sobre ellos. Como dice Aristóteles, no tiene arche, no posee premisas.
¿Y qué hay de la segunda objeción moderna -que los patrones de moralidad de las distintas culturas varían tanto de una a otra que no hay una tradición común en absoluto? La respuesta es que es una mentira - una buena, sólida, resonante mentira. Si un hombre entra a una biblioteca y pasa un par de días con la Encyclopaedia of Religion and Ethics pronto descubrirá la maciza unanimidad de la razón práctica del hombre. Del himno babilónico a Samos, del Código de Manu, de El Libro de los Muertos, de los estoicos, de los platónicos, de los aborígenes australianos y de los pieles rojas, reunirá la misma triunfantemente monótona denuncia de la opresión, asesinato, deslealtad y engaño, la misma orden de benevolencia a los ancianos, a los jóvenes, a los débiles, de caridad, imparcialidad y honestidad. Podrá sorprenderse algo (yo ciertamente me sorprendí) al notar que los mandatos de misericordia son más frecuentes que los preceptos de justicia; pero ya no dudará de que hay algo semejante a una Ley de la Naturaleza. Hay, por supuesto, diferencias. Incluso hay ceguera en ciertas culturas -tal como hay salvajes que no logran contar hasta veinte. Pero la pretensión de que estamos ante un caos -en el cual ningún esbozo de valor universalmente aceptado asoma- es simplemente falsa y debe ser contradicha dentro y fuera de tiempo, cada vez que sea encontrada. Lejos de encontrar caos, encontramos precisamente lo que debemos encontrar si es que el bien es algo objetivo , y la razón el órgano por el cual es aprehendido -esto es, un sustancial acuerdo con considerables diferencias o énfasis locales y, quizás, ningún código que lo incluya todo.
Los dos grandes métodos para oscurecer este acuerdo son los siguientes: primero, puedes concentrarte en aquellas divergencias sobre moral sexual que los más serios moralistas consideran pertenecientes a la ley positiva más que a la natural, pero que despiertan fuertes emociones. Las diferencias en torno a la definición del incesto o entre poligamia y monogamia caen bajo este apartado. (Es falso decir que los griegos consideraban inocente la perversión sexual. La continua risa ahogada de Platón en realidad es una mayor evidencia que la rígida prohibición de Aristóteles. Los hombres bromean sólo sobre aquello que consideran, por lo menos, un pecadillo: las bromas sobre borrachera en Pickwick, lejos de demostrar que el siglo XIX la consideraba inocente, prueban lo opuesto. Hay una enorme diferencia de grados entre la visión griega de la perversión y la cristiana. Pero no hay oposición). El segundo método es tratar como diferencias en juicios de valor lo que en realidad son diferencias sobre creencia en hechos. De este modo los sacrificios humanos, o la persecución a las brujas, son ejemplos permanentemente citados como prueba de diferencias radicales en la moralidad. Pero la verdadera diferencia se encuentra en otro lugar. Nosotros no casamos brujas porque no creemos en su existencia. Nosotros no sacrificamos a hombres para deshacernos de una peste, porque no creemos que una peste pueda ser vencida de ese modo. Sí ‘sacrificamos' a hombres en la guerra, y sí perseguimos a espías y traidores.
Hasta aquí he estado considerando las objeciones que los no creyentes levantan contra la doctrina de los valores objetivos, o la ley natural. Pero hoy en día tenemos que estar preparados para responder a las objeciones de cristianos también. ‘Humanismo' y ‘liberalismo' son términos que están recibiendo un uso de simple reprobación, y ambos serán eventualmente usados para referirse a la postura que estoy defendiendo. Detrás de esto está latente un verdadero problema teológico. Si aceptamos los primeros principios de la razón práctica como las premisas incuestionables de toda acción, ¿estamos confiando en nuestra propia razón e ignorando la Caída, y estamos retrotrayendo nuestra adhesión absoluta desde una Persona a una abstracción?
Por lo que respecta a la Caída, sugiero que el tenor general de las Escrituras no nos lleva a creer que nuestro conocimiento de la ley esté tan depravado como nuestra capacidad para cumplirla. Se requeriría un hombre valiente para considerar al hombre como un ser más caído de lo que lo consideró San Pablo. En el mismo capítulo (Romanos 7) en el que más fuertemente señala nuestra incapacidad para cumplir con la ley moral, también afirma que percibimos la bondad de la ley y nos alegramos en ella de acuerdo al hombre interior. Nuestra justicia puede estar sucia y destruida; pero el cristianismo no nos da ningún fundamento para suponer que nuestras percepciones del bien y el mal estén en la misma condición. Pueden, sin duda, estar dañadas; pero hay una diferencia entre mala vista y ceguera. Una teología que sugiera que nuestra razón práctica está totalmente viciada está encaminándose al desastre. Una vez que admitimos que lo que Dios entiende por ‘bondad' es radicalmente distinto de lo que nosotros juzgamos como bueno, no queda diferencia en pie entre pura religión y culto al demonio.
La otra objeción es mucho más formidable. Una vez que admitimos que nuestra razón práctica es efectivamente razón, y que los imperativos fundamentales son tan absolutos y categóricos como pretenden ser, entonces adhesión absoluta a ellos es el deber del hombre. Y tal es la adhesión que se debe tener a Dios. Y estas dos adhesiones deben, de algún modo, ser lo mismo. ¿Pero cómo debemos representarnos la relación entre Dios y la ley moral? Decir que la ley moral es la ley de Dios no es una solución final. ¿Estas cosas son buenas porque Dios las manda o Dios las manda porque son buenas? Si es cierto lo primero, si debemos definir el bien como aquello que Dios manda, entonces la bondad de Dios mismo es vaciada de contenido, y las órdenes de un enemigo omnipotente tendrían el mismo peso sobre nosotros como las de ‘el Dios justo'. Si es cierto lo segundo, entonces parecemos estar defendiendo una diarquía cósmica, o incluso convirtiendo a Dios en un mero ejecutor de una ley de algún modo externa o antecedente a Él mismo. Las dos posibilidades son intolerables.
En este punto conviene recordar que la teología cristiana no sostiene que Dios sea una persona. Cree que Él es tal, que en Él una Trinidad de Personas es consistente con una unidad de Deidad. En ese sentido lo considera algo bastante distinto a una persona, tal como un cubo, en el cual seis caras son consistentes con una unidad de cuerpo, es distinto de un cuadrado. (La gente que viviera en un planeta plano, de sólo dos dimensiones, intentando imaginar un cubo, tendría que o imaginar las seis caras coincidiendo, lo cual destruiría sus diferencias, o bien tendría que imaginar las seis caras una al lado de la otra, destruyendo su unidad. Nuestras dificultades con la Trinidad son de una especie bastante semejante). Por lo tanto, es posible que la dualidad que se nos aparece cuando pensamos primero en nuestro Padre Celestial y, segundo, en los imperativos evidentes de la ley moral, no sea un mero error sino una real percepción (aunque inadecuada y propia de criaturas) de cosas que necesariamente se presentarían como dos en cualquier modo de ser que entre en nuestra experiencia, pero que no están de tal modo divididas en el ser absoluto del Dios suprapersonal. Cuando intentamos pensar en una persona y en una ley, nos vemos obligados a pensar en la persona obedeciéndola o creándola. Y cuando pensamos en Él creándola nos vemos obligados a pensar en Él creándola o en conformidad con un criterio último de bondad (caso en el cual el criterio, y no Él, sería lo supremo) o bien creándola arbitrariamente mediante un sic volo, sic iubeo (caso en el cual Él no sería ni sabio ni bueno). Pero es probable que sea precisamente aquí donde nuestras categorías nos traicionen. Sería ocioso, con nuestros recursos mortales, intentar una corrección de nuestras propias categorías -ambulavi in mirabilibus supra me. Pero sería posible establecer dos negaciones: que Dios ni obedece ni crea la ley moral. El bien es increado; no podría ser de otro modo; no tiene en sí ni sombra de contingencia; se encuentra, como dijo Platón, al otro lado de la existencia. Es el Rita de los hindúes, por el cual los dioses mismos son buenos, el Tao de los chinos, del cual todas las realidades proceden. Pero nosotros, más favorecidos que los más sabios de los paganos, sabemos que lo que está más allá de la existencia, lo que no admite contingencia, lo que otorga divinidad a todo lo demás, lo que es el fundamento de la existencia, no es sólo una ley, sino un amor que engendra, un amor engendrado y un amor que, estando entre estos dos, también es inminente en todos los que son reunidos para participar de la unidad de su vida autocausada. Dios no es sólo bueno, sino el bien; la bondad no sólo es divina, sino que es Dios.
Estas pueden parecer especulaciones alambicadas: pero no creo que nada distinto pueda salvarnos. Un cristianismo que no vea la experiencia moral y religiosa encontrarse en el infinito, no en una infinitud negativa, sino en la infinitud positiva del Dios suprapersonal, no tiene nada que lo distinga a la larga de la adoración de demonios; y una filosofía que no acepte el valor como algo eterno y objetivo sólo nos puede conducir a la ruina. Y la cuestión no es sólo de importancia especulativa. Un buen número de ‘planificadores' en la plataforma democrática, un buen número de científicos de mirada mansa en un laboratorio democrático, quieren decir lo mismo que quiere decir un facista. Quieren decir que el ‘bien' es aquello que los hombres puedan ser condicionados a aceptar. Creen que es la función de ellos y de los de su especie condicionar a los hombres; crear conciencias por medio de eugenesia, manipulación psicológica de niños, educación estatal y propaganda masiva. Como están confundidos no perciben que el que crea la conciencia no es él mismo sujeto de conciencia. Pero tarde o temprano tienen que despertar y ver la lógica de su posición; y cuando despierten, ¿qué barreras quedarán entre nosotros y la división final de la humanidad entre el pequeño grupo de los condicionadores, que están más allá de la moralidad, y la gran multitud de los condicionados en los cuales la moralidad escogida por el experto será inculcada de acuerdo al gusto de él mismo? Si ‘bien' sólo significa la ideología local, ¿cómo pueden ser guiados por una idea de bien quienes inventan tal ideología? La misma idea de libertad presupone una ley moral objetiva que cubra a gobernados y gobernantes por igual. El subjetivismo en materia de valores es eternamente incompatible con la democracia. Nosotros y los gobernantes somos de la misma especie en tanto que estamos sujetos a la misma ley. Pero si no existe ninguna Ley de la Naturaleza, el ethos de cada sociedad será la creación de sus gobernantes, educadores y condicionadores; y todo creador está por sobre y afuera de su propia creación.
Salvo que retornemos a una creencia cruda y casi infantil en valores objetivos, pereceremos. Si retornamos, puede que vivamos, lo cual puede tener otra ventaja menor. Si creyéramos en la absoluta realidad de los lugares comunes elementales de la moral, valoraríamos a los que piden nuestros votos con otros criterios que los que han estado de moda. Si creemos que el bien es algo que debe ser inventado, demandaremos de nuestros gobernantes cualidades tales como ‘visión', ‘dinamismo', ‘creatividad' y cosas por el estilo. Si volvemos a la visión objetiva, deberíamos estarles exigiendo cualidades mucho más extrañas, y más beneficiosas- virtud, conocimiento, diligencia y capacidad. ‘Visión' es algo que todo el mundo está ofreciendo. Pero muéstrenme a un hombre dispuesto a hacer el trabajo de un día, recibiendo el salario de un día, rechazando sobornos, que no va a maquillar su resultado, y que haya aprendido a hacer su trabajo
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